Pinceladas sobre el Estado, misión social y el modelo dominicano (5)

Por pregoadmin

Por: Pedro Corporán.


La nueva doctrina política de la revolución democrática de los modernos de finales de la Edad Media, expuesta en la entrega anterior, cuyo epicentro fue Francia, Alemania e Inglaterra, basada en los principios de libertad, igualdad y democracia,  despersonalizó el poder, el gobernante pasó a ser un ente estatal, creó el principio real de ciudadanía y de la representación popular, instituyó el sufragio, las asambleas políticas y económicas, las constituciones, las leyes y los consejos, la elección soberana del pueblo, los derechos a la opinión y la participación, la cultura de la consulta, el debate y la argumentación pública. 

Se trató sin dudas, de un cambio de paradigma tan radical que al nuevo modelo de estado, se le intentó limitar a la defensa de la salud, la educación y la moral pública. Había nacido el llamado estado contemporáneo, democrático y liberal.

“El hombre nace libre e igual ante la ley”, tal cual fue el enunciado emancipador esencial del estado contemporáneo que nació en la etapa que la historia bautizó como el Siglo de las Luces –el siglo XXVIII–, con apego a las ciencias jurídicas llamada la era del constitucionalismo clásico, la del estado liberal que puso límites a los abusos del gobernante.

Con la nueva concepción, en el estado contemporáneo surgió una nueva definición jurídica de doctrina democrática de tres aspectos esenciales que a la vez que reconoce la jerarquía y la legitimidad del Estado, brotada de la soberanía popular, expresa su misión social: “El estado es una comunidad organizada jurídicamente y regida por un poder soberano que tiende a realizar el bien común”. No obstante, aunque apareció el enunciado formal de este principio redentor, en relación con la igualdad y la libertad, los preceptos esenciales devinieron en simples formalismos.

El nuevo paradigma había sepultado para siempre las grandes monarquías absolutistas, pero la sociedad entró en un período de turbulencias económicas y sociales, con el capitalismo industrial sin código de equidad ni justicia social entre las nuevas clases, la burguesía y el proletariado. 

Las desigualdades sociales eran abismales, los desplazamientos sociales por la apropiación de las tierras con la desaparición del sistema feudal, formaron grandes cordones de miseria en las ciudades industrializadas, los oligopolios y los monopolios agrícolas destruyeron la clase campesina y el nuevo modelo de Estado permitió concepciones económicas que no honraban los grandes principios que le dieron nacimiento. Paulatinamente se instaló en la cumbre del poder del Estado, un código liberal inhumano basado en libertad política y dictadura económica.

La parte carente de virtud de los hombres, generó una cultura de indescriptibles abusos en la relación laboral, financiera y comercial, hasta a los niños de los hospicios se les obligaba a trabajar 10 y 12 horas en las fábricas, enigmática conducta humana que había expuesto un siglo antes, el filósofo alemán Thomas Hobbes (1588-1679),  cuando escribió en su libro El Leviatán, publicado en 1651, su sentencia de que el hombre era un lobo contra el hombre. También decía el afamado filósofo: “El hombre es íntimamente egoísta y malvado… La justicia solo puede nacer en virtud de cierto pacto o convenio”; símil doctrinal del pensamiento secular de Nicolás de Maquiavelo que consideraba al ser humano como una dualidad que se debate entre su condición humana y su condición animal.

Uno de los ejemplos más ilustrativos en el continente americano del enigma humano expuesto por Hobbes y Maquiavelo,  de los fracasos del constitucionalismo clásico en garantizar los principios del bien común, la libertad y la igualdad de los hombres, con apego a inmarcesible universalidad, lo representa la pervivencia de la esclavitud en los Estados Unidos de Norteamérica, inenarrables 87 años después de la declaración de la independencia de 1776. 

El conspicuo humanista Abraham Lincoln, fue el señalado por la historia para acabar con la abominable institución social de la esclavitud, durante la llamada Guerra de Secesión en 1865, a un precio que desangró a esa nación en aquella dramática contienda fratricida.    

La moraleja de esa memoria histórica estaba clara, la justicia social no es posible cuando la misión social del Estado pierde hegemonía de poder, transfiriéndose a los dominios de una sola clase o diluyéndose en el abismo jurídico del exceso de ejercicio de derechos individuales del hombre. 

A partir de ese momento histórico, premonición de la concepción “hobbiana”, el naciente Estado contemporáneo se debatiría entre una mortecina o una vital misión social como ente interventor, regulador y garantista de la vida convivencial, civilizada y justa de la relación entre los hombres en la sociedad.


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