El encierro social y su útil reposo

Por pregoadmin

Por Dr. Marino Vinicio Castillo R.


Mis nietos se asombran cuando les digo que a mi edad nunca pasé por algo como ésto que está ocurriendo.

A poco menos de nueve  décadas decirles que nos estamos estrenando en la experiencia les resulta chocante, porque “el viejo” siempre ha sido como el joyel  de los recuerdos, donde se busca el relato con avidez, como si fuera la voz del pasado que ayuda a comprender cómo fueron las cosas cuando ocurrieran en aquellos entonces para ellos desconocidos.

Realmente esta rígida cuarentena tiene mucho que enseñar y conmueven sus peripecias.  Es un trance  único, sobre todo, por las dimensiones planetarias del sufrimiento.  Es como  si la aflicción se montara en el lomo nebuloso del azote del contagio y fuera regando lágrimas por todo el mundo, bajo un dolor común.

Ahora se sabe mejor porque nada nos resulta lejano o indiferente y ésto pone a pensar como nunca antes.  Su reposo es muy constructivo.

Desde luego, hay un contenido de asombro  misterioso que nos lleva a comprender cuán frágil es la arrogante fortaleza de todo cuanto hemos tenido como formidable o indestructible.

Pero bien, más allá de esas raras coincidencias de abuelos y nietos en el desconocimiento de lo que era el confinamiento, hay cosas de éste a considerar como la vastedad del trastorno que genera  la pandemia del  Coronavirus, algo que, sumado a la interconectividad vertiginosa de la comunicación social de punta, termina por suscitar un tormento común, muy generalizado, que lleva al convencimiento compacto y rotundo de que se está en presencia de una verdadera catástrofe mundial, con escasos precedentes en siglos.

En verdad, son horas terribles éstas que se viven en el mundo que está recibiendo una severa lección de su naturaleza, por obra de invisibles partículas, capaces de arrodillarle y de sembrar en buena parte de su gente la convicción de que se están presentando señales apocalípticas.  La fe es la que nos inscribe a muchos en esa creencia.

Se piensa  hoy que aún los mismos sismos no superan  en la unanimidad del temor que despiertan a este insidioso fenómeno del contagio.

El hecho es que se  despiertan sentimientos que buena parte de la población ignoraba que podría tenerlos; la solidaridad y la compasión aparecen recrecidas de forma sorprendente.

Y, no hay dudas, se siente en el  espíritu una presencia acuciante de la necesidad de ver las cosas de  muchas maneras diferentes.  Se piensa más hondo que antes y  se asumen compromisos íntimos de rectificar, perdonar y enmendar errores de las pasiones.

Son muchas las sensaciones inéditas que se allegan a esta soledad tan hospitalaria para las reflexiones en medio del megadesastre.

Confieso que me ha hecho  mucho bien todo ésto, pues en sus silencios he podido hacer un recuento de muchas vivencias, que las tenía, si no dormidas, muy alejadas.

Claro está, que en medio de la niebla que envuelve al destino nacional hoy como consecuencia de un quehacer político tortuoso, creo que se puede disipar, así sea levemente, mediante el análisis de ese pasado tan grávido de vivencias como las que me están brotando en la recordación.

Hoy quiero traerles una como punto de partida y hablarles de esas cosas entendiendo que pueden ser útiles y que podrían servir para descifrar algunos de los enigmas de los muy intrincados de este presente tan abyecto.

Era el año sesentiuno del pasado siglo y el magnicidio había cumplido una vez más su rol de portero espectacular para dar salida en tropel a todas las ansias de libertad contenidas y masacradas  por la opresión despótica; se desataron bríos públicos inimaginables  y se esparcieron  todos los sueños, las pasiones y los propósitos, confesables o no, con una intensidad indescriptible como si fueran un  huracán arrasador  de todas las maldades del sojuzgamiento.

Todo confluía en cómo se habría de establecer la sucesión, ¿cómo sería ésta?, ¿cuáles fuerzas y sectores serían más idóneos para organizar la nación, descomprimida de pesares y colmada de ilusiones?

Se trataba de que quedaba abierta la muy sensible fase de la transición, en medio de aquel vendaval de aspiraciones y ambiciones, tenidas como insospechablemente legítimas.

Pareció caber todo el mundo en la queja y el pasado quedaba más que borrado porque el cambio ponía de relieve que carecía del más mínimo apoyo.  Esto, naturalmente, en sentido figurado, pero fue un estribo del oportunismo que venía a enturbiar y perturbar los ideales que verdaderamente yacían debajo de las protestas genuinas.

Yo tenía treinta años entonces y me había ocurrido que el doce de marzo de aquel año fui convocado formalmente al club social de mi pueblo para conocer al hombre que había gobernado con extremo rigor durante las últimas tres décadas.  Es decir, lo conocí a ochenta días del 30 de mayo y hablé tan sólo dos minutos de mi vida con el hombre que había gobernado el país con puño de hierro desde el año treinta, es decir un  año antes de yo nacer.

Esa noche  en  que fuera convocado para conocerle tuve más presente que nunca aquella frase de José Ortega y Gasett:   “Yo soy yo y mi circunstancia y si no la salvo a ella no me salvo yo”.

En este encierro de cuarentena las primeras reminiscencias me  llegaron  desde ese tiempo.  Pero, noté  que  otras se abrían paso en mi mente y ésto me ha llevado al convencimiento de organizarlas cronológicamente para poder así ir tratando aspectos comparativos con las urgencias actuales.  Eso es cuanto me propongo hacer en esta entrega.

El sesentiuno, innegablemente,  fue sumamente excitante y muy complejo. Se entraba a una nueva etapa de la vida nacional totalmente  diferente, como sólo la podía ofrecer un hecho que generaba dos efectos simultáneos: la opresión que desaparecía y la libertad que nacía abruptamente.

Debo  aclarar que cuanto trato es muy a grandes rasgos, por la naturaleza del aporte de orientación que pretendo hacer.

Siete meses de vorágine, constituida por muchos componentes  disímiles, enconados y contrapuestos en medio de una sed de venganza social delirante y agresiva, pero, todo inmerso en una honda ignorancia política del común de la gente, que no conocía de ella, pues, fue esterilizado con severa violencia durante tres décadas luctuosas.

En todo caso, el contexto era más o menos éste: control geopolítico dominante, sanciones económicas internacionales aplastantes como consecuencia de un demencial atentado contra  un jefe de estado  de Venezuela que fuera un generoso defensor de la causa de la libertad dominicana; una revolución arrasadora  en la otra Antilla Mayor bajo palio del marxismo leninismo, que apasionara a la juventud de América, fijándose como el ideal a seguir; cuentas pendientes de sangre y abusos de todo género; en fin, una verdadera caldera del diablo capaz de hervir a un pobre y sufrido pueblo que respiraba, al fin, buscando los aires de la libertad.

El programa propuesto y a seguir, por otra parte, era la celebración de elecciones generales para darle al pueblo el derecho de elegir sus gobernantes.

Pero,  ¿cómo hacerlo?  ¿quién dirigiría ese delicadísimo proceso  de cambio tan desesperadamente necesario?   Hubo que aguardar hasta noviembre de aquel año para que un levantamiento militar en la Base Aérea de Santiago forzara la salida de los reductos familiares del poder omnímodo ya desaparecido.

Entonces se pensó con mayor intensidad, y de forma más concreta, en cómo llevar a cabo aquel ideal de elecciones libres por primera vez.

He contado otras veces algo que será contenido de mi autobiografía, Lo que Pude Vivir,  en preparación, un episodio que quiero relatar como reminiscencia de esta cuarentena.

Había venido una misión de OEA a evaluar si estaban dadas las condiciones para levantar las sanciones económicas ya mencionadas.  Yo era Diputado por mi provincia Duarte y aguardé en la Gobernación Civil, junto a los cinco funcionarios de mayor nivel, a que la Misión de OEA pasara por allí, luego de haber visitado las directivas de las tres organizaciones políticas fundamentales de oposición en aquellos momentos.

Quien presidía la misión diplomática era don Aquilino Boyd, de Panamá, que al verme tan joven entre tantos funcionarios de generaciones mayores, quiso saber mi parecer acerca de lo que debía hacerse para sustituir al régimen de gobierno responsable de todo aquel desastre.

Al responderle, le dije algo que los movió a una estridente carcajada.  Aduje que el ideal para dirigir los trabajos de la transición era quien ocupaba la presidencia.  Luego de su mofa, los diplomáticos me razonaron que mi propuesta era absurda porque ese presidente era un connotado  miembro del régimen, que eso solo hacía antihistórico lo sugerido por mí.

Reaccioné, claro está, aunque un tanto cohibido y les dije:  Precisamente por eso es que ese hombre está colocado en la mejor posición para dirigir la transición.  Es culto, decente, sirvió años como Ministro en carteras tales como Educación, Relaciones Exteriores, así como en el servicio exterior durante diez años.  Austero y probo.  No participaba en las expresiones represivas ni en las expansiones orgiásticas del régimen, y es más que seguro que esas fuerzas armadas le resulten obediente, porque al descabezarse el régimen él quedó en la presidencia por recomendación del poder caído.

La vida me dio oportunidad de preguntar, treinta años después, si don Aquilino Boyd vivía  y utilicé a un interlocutor importante, pues era Vicepresidente de Panamá, para mandar a decirle que aquel joven diputado  que le sugiriera un director de la transición dominicana en el sesentiuno, que moviera a tanta risa a la Comisión, le mandaba decir que ese señor estaba gobernando su quinto período y por demás ciego.

Pero bien, ese hombre propició y organizó el Consejo de Estado de este modo: siete miembros, presidido por él mismo hasta febrero del año sesentidos, sesenta días; un Vicepresidente que le sustituiría el 27 de Febrero y cinco prominentes ciudadanos, es decir, un Obispo Católico, dos héroes nacionales supervivientes del magnicidio, un médico eminentísimo y un abogado notabilísimo.

Ese  Organismo brotaba de la Constitución existente y  tendría como obligación ineludible propiciar elecciones generales  en  el mes de diciembre del año sesentidós.  Así pareció estar asegurada la sensitiva transición.

Sin embargo, no se le cuidó a fin de que fuera pacífica, tersa y democrática.

Cuento otra vez lo que supe directamente acerca de los peligros y acechanzas existentes.  Llevé mi carta de renuncia al cargo de Subsecretario de Estado  de Trabajo, el Día de Reyes del tal año, cargo éste que desempeñaba  desde hacía algunos meses como encargado de la Secretaría, pasando ésta a tener un nuevo titular al ser ocupada por uno de los tres primeros altos dirigentes que regresaran del exilio como avanzada del partido que terminaría por ganar las elecciones programadas.

El Presidente de la República, también presidente del Consejo de Estado, me pidió que aguardara, porque él se iría el 27 de febrero en un acto solemne de Asamblea y un grupo de amigos nos iríamos con él.  Así lo acepté, pero era un tiempo espantosamente apasionante y había comenzado a circular el rumor, validado por unas protestas callejeras violentísimas, que el Presidente de la República tenía que salir antes de febrero.

“¡Que se vaya ya!” fue la consigna, la cual llegó tan lejos en la intemperancia que se urdió una “marcha de las antorchas” para la noche del 16 de enero y forzar con ella la expulsión deshonrosa del poder de aquel hombre, contra quien la caverna nacional había acordado que no se podía admitir que “entregara pura y simplemente  y se fuera caminando a su casa”.  Se dijo, además: “Si eso se consiente, volverá al poder”.  “Nadie podrá saber lo que haría con su discurso de despedida”. “Hay que salir de él a la brava”.

Y vino la tragedia del Parque Independencia; luego de ésta el apresamiento por unas horas de los miembros del Consejo de Estado, la institución de una Junta Cívico-Militar, también de unas horas y, como colofón, una experiencia penosa de asilo en Nunciatura del Presidente de la República.

Deben ustedes entender que todo ésto será parte de la autobiografía, pero más bien pormenorizado.  Ya pueden ustedes ir viendo porqué confieso que me ha hecho bien esta cuarentena, pues en su silencio he podido hacer un recuento de esa y otras muchas vicisitudes que habré de ir desgajando en entregas sucesivas.

El Consejo de Estado, una vez restablecido, tuvo que vadear muchos charcos hondos y corrientes temibles de aquel rio bravo de acontecimientos.  El contexto se agudizaba en su definición: Tiempos de guerra fría, juventudes sublevadas con consignas revolucionarias confirmables a la vuelta de la esquina, donde ya residía una revolución impresionante. Todo ello sumado a las irreductibles desavenencias propias.  Era mucho para poder manejarle con normalidad democrática.

Sobre todo, el odio no se desapareció así por así, sino que supo mutar, como lo sabe hacer muchas veces en términos más densos. Su objetivo a destruir  era precisamente el partido blanco, que se había desarrollado en forma sorprendente bajo la sabia dirección popular de un líder convertido en un ícono, que terminó por ser un esclarecido Prócer de la República.

Vinieron las elecciones y ese partido blanco las ganó abrumadoramente. Pero fue  mayor que el júbilo sano de las masas que aguardaban su prometida revolución democrática, el rencor que experimentaban los rancios sectores derrotados en las urnas.

Y así nacieron los lúgubres planes de derrocar a corto plazo al vencedor.  Estandarte del Pueblo, que todo cuanto intentó durante sus siete meses de gestación de grandes cambios en democracia fue sistemática y ciegamente contrariado y desconocido.

Fue tan alevosa la conjura que, al nacer, se urdió un acto preparatorio como la muerte  del único General de la República capaz de evitar el ulterior golpe de estado ya en proceso de incubación.  Algo parecido a la experiencia que luego se viera en Chile con la muerte bien anticipada al horror de su más brillante oficial, eje profundo  de la doctrina de la prescindencia, de la obediencia  al poder civil y su norma de no deliberación.

Llegó la madrugada del veinticinco de septiembre y se abrieron todos los fosos de la tragedia, trágicamente notarizada.  Una nueva transición en Triunvirato y en la próxima entrega  me referiré a mi experiencia dentro de aquellos tiempos, no menos ominosos.

Para concluir, pienso que bien podrían ustedes preguntarse: ¿a qué vienen esas reminiscencias?  ¿Cuáles vínculos  o parecidos tienen con las circunstancias actuales nuestras?

Yo respondo que lo de hoy resulta tan peligroso y complejo como aquello, aunque no sean idénticas las circunstancias.  Basta examinar las actuales para verlo claramente, a saber:  Hay una pandemia devastadora que genera un trastorno sanitario, calificable  jurídicamente como una fuerza mayoren capacidad de desatar un Estado de Excepción, que autoriza la declaratoria de un Estado de Emergencia bajo aprobación del Congreso Nacional, que faculta al ejecutivo a tomar medidas que van más allá  de las ordinarias que le corresponden.

Existe una Constitución que fija, pauta y regula los tiempos de permanencia de los funcionarios de elección;  la misma que alberga las normas fundamentales que han de regir la convivencia dentro del estado social, democrático y de derecho  imperante.

Surge entonces la cuestión de saber qué haríamos nosotros como Estado si la pandemia persiste en prolongarse más allá o muy cerca de las fechas constitucionales fijadas para elegir presidente, vicepresidente, senadores y diputados.

Habría un vacío innegable en que la legitimidad desaparecería, pero tendría que imponerse la  necesidad de proveer gobierno.  ¿Cómo se podría hacer?  ¿Mediante autoprórrogas pecaminosas?  ¿Se podría reprogramarlas utilizando el tiempo que falta para agosto?  ¿No sería preferible utilizar otro medio como sería un vasto consenso social intersectorial abarcante que creare como pacto político un organismo transitorio que promueva elecciones, una vez hayan desaparecido los estragos sanitarios de la pandemia?

Se me ha dicho, ya, que todavía resulta posible reprogramarlas para el tiempo que falta  para el 16 de agosto y que ésto bien podría llevarlo a cabo la Junta Central Electoral que, según se ha visto, ha formulado la solicitud de opinión acerca de la posposición a los partidos políticos.

Esto es algo que yo he respondido que sería muy arriesgado intentarlo, porque no hay maneras ciertas de saber cuándo terminará el flagelo de la pandemia y, algo peor, si cesara en un tiempo cercano a las fechas de votación, se expondría a un grave riesgo a las masas votantes, las cuales, incluso, podrían optar por una abstención tan masiva, que propiamente no serían verdaderas elecciones las celebradas.

Pienso que lo prudente y previsor seria dedicar este tiempo para organizar un Consejo de Estado que se haga cargo de la transición y propicie elecciones en un tiempo razonablemente alejado de la cola de fuego  de este dragón de la Pandemia que el Presidente de China describiera como un verdadero demonio.

Yo viví la transición del sesentiuno y les confieso que los peligros no eran menores, pero aparecieron  los hombres  capaces de asumir las responsabilidades necesarias y que, si los demonios de los rencores y el odio no le hubiesen turbado, de seguro hubiésemos evitado las desagracias de un golpe de estado con derrocamiento, una guerra civil y una intervención militar extranjera.

Acerté en el sesentiuno y el tiempo me dio la oportunidad  de probarles a los diplomáticos que me escarnecieran que mi propuesta no tenía nada de absurda ni de tonta.

Hoy, ya en ocaso, le digo a mi pueblo que estamos en peligro, que el tiempo es escaso y que apremian la exigencias de trabajar en salidas y soluciones intachables; que no son sanos ni buenos los vericuetos de las maquinaciones del oportunismo y las enfermizas fijaciones de conservar el poder, a como diere lugar, de que son capaces los grupos que han dado muestras de siniestras audacias.

El tiempo, y sobre todo la voluntad de Dios, serán los encargados de rendir veredicto sobre estos bien intencionados señalamientos, hechos nada más y nada menos que en la más excepcional Semana Mayor que hemos vivido.


Relacionadas