
La intensificación de la fiscalización tributaria en cuentas personales puede convertirse en una trampa para quienes menos tienen y menos saben
Por Abril Peña
Desde inicios de 2025, la Dirección General de Impuestos Internos (DGII) ha intensificado la fiscalización de cuentas bancarias personales, amparada en normativas vigentes como la Ley 155-17 contra el Lavado de Activos y el Código Tributario 11-92. La medida permite a la DGII solicitar directamente a los bancos información sobre movimientos financieros sin necesidad de orden judicial previa. El objetivo: ampliar la base de contribuyentes. Pero la forma de aplicación ha encendido alarmas: ¿estamos combatiendo la evasión o criminalizando la supervivencia?
Todo ingreso será observado
Hoy, cualquier persona —con o sin empresa registrada— puede ser fiscalizada si su cuenta bancaria muestra ingresos sin justificación formal. Basta con recibir una transferencia sin concepto, una remesa sin carta de respaldo, o el pago de un bizcocho casero sin factura.
La medida incluye:
Transferencias personales o familiares. Remesas desde el exterior. Pagos por servicios informales. Rifas, premios o “regalos”. Cualquier ingreso no declarado.
Todo ingreso es considerado imponible si no está debidamente documentado y reportado. Pero la mayoría de los ciudadanos no tiene conocimientos fiscales, asesoría legal ni herramientas digitales para cumplir con estos requerimientos.
La desigualdad no es solo económica, es también de acceso.
Esta política saca a flote una brecha estructural: quien tiene más, tiene con qué defenderse.
Los grandes contribuyentes tienen contadores, abogados, asesores fiscales. Los ciudadanos comunes apenas entienden los términos tributarios, y mucho menos cómo responder a una auditoría.
¿El resultado? Una fiscalización desbalanceada, que castiga al informal sin formación mientras muchos evasores estructurales permanecen intactos.
¿Recaudar o castigar?
La medida se defiende con un argumento válido: aumentar la recaudación sin subir impuestos. Pero, sin una estrategia de formación ciudadana, sin incentivos para formalizarse, y sin distinguir entre evasores y sobrevivientes, corre el riesgo de:
Reducir la bancarización. Fomentar el uso de efectivo y métodos opacos. Generar desconfianza institucional.
En un país donde el 56% de la fuerza laboral es informal (ONE, 2023), aplicar vigilancia tributaria sin criterios de proporcionalidad podría volverse contraproducente.
No todo está en manos de la DGII
Muchas de las soluciones estructurales escapan al control directo de la DGII. Requieren voluntad política y reformas profundas:
El Ministerio de Industria y Comercio debe promover regímenes simplificados y apoyo a MIPYMES. El Congreso Nacional debe aprobar leyes que hagan el sistema más justo y progresivo. El Poder Ejecutivo tiene la responsabilidad de presentar una reforma fiscal que no solo recaude, sino que reparta con justicia.
Cargarle toda la transformación fiscal a la DGII, sin respaldo institucional y sin justicia tributaria real, es tan injusto como pedirle al pequeño vendedor ambulante que actúe como una multinacional.
¿Y si comenzamos por arriba?
Antes de exigirle a un colmadero que justifique RD$5,000 en Bizum, ¿por qué no?
Auditar empresas que facturan millones y tributan como si fueran microempresas. Revisar exenciones fiscales que solo benefician a sectores privilegiados. Publicar, con transparencia, cuánto se recauda y cómo se distribuye.
No se trata de eliminar la fiscalización, sino de empezar por donde más se evade, no por donde más duele.
La DGII tiene la ley de su lado. Pero la justicia tributaria no se sostiene solo con leyes, sino con empatía, estrategia, transparencia y proporcionalidad. Si el sistema sigue cargando sobre los hombros de los más vulnerables, terminará erosionando la legitimidad del propio Estado.
Fiscalizar no es perseguir. Y en un país donde los derechos sociales se financian con impuestos, la equidad no es opcional: es una urgencia nacional.