@abrilpenaabreu
En República Dominicana, ser funcionario público se ha convertido en un deporte de alto riesgo. Lo hagas bien o lo hagas mal, basta un ruido —fundado o no— para que la presunción de inocencia desaparezca ante la hoguera de la opinión pública. El hartazgo por la impunidad y el desconocimiento de cómo operan las mafias enquistadas en el Estado terminan empujando siempre hacia la misma reacción: pedir la cabeza del funcionario señalado.
El último herido es Santiago Hazim. No se trata aquí de una defensa, sino de un llamado al pensamiento crítico. De todos los casos de posible corrupción bajo esta administración, es el único que un año antes pidió formalmente una investigación a los organismos correspondientes. Hazim no es juez ni ministerio público. Su papel se limitaba a poner la denuncia, y lo hizo. Sin embargo, poco se ha dicho de eso en un país donde las hogueras se encienden con pasmosa facilidad.
Lo extraño es que en 2024 aquella alerta pasó inadvertida. Las autoridades competentes no dieron respuesta visible, y es solo ahora, un año después, cuando el incendio mediático corre a quemar precisamente al que encendió la alarma. El lugar en la hoguera debiese estar compartido con el Ministerio Público.
¿Es culpable o inocente? No somos jueces. Pero sí debemos exigir explicaciones: ¿qué pasó con la denuncia inicial? ¿Qué resultados hubo en este tiempo? ¿Por qué no se transparentó el proceso?
Mientras tanto, surge otra inquietud de fondo: ¿cuántas personas capaces y honorables se negarán a servir en la administración pública por temor a que, aun sin un solo escándalo, su hoja de vida quede marcada para siempre con la sospecha? Por el solo hecho de haber pasado por la administración pública.
El “si el río suena, agua trae” no puede ser política de Estado, ni la norma. Si dejamos que el escarnio sustituya la institucionalidad, no solo perdemos funcionarios: perdemos confianza en la democracia.






