Por Elvin Castillo
No me gusta recurrir al discurso de la lucha de clases. La historia demuestra que cuando ese lenguaje se normaliza, las sociedades se radicalizan, se fracturan y terminan pagando costos demasiado altos. Tampoco creo ni remotamente en los modelos comunistas o socialistas. No han funcionado nunca desde el punto de vista del bienestar colectivo ni del desarrollo sostenido de los países. Esa discusión, al menos para mí, está saldada.
Soy capitalista. Creo en la libre empresa, en el emprendimiento, en la inversión privada y en el papel central que juega el sector productivo en la creación de empleos y riqueza. Lo practico y lo defiendo. Pero también creo algo igual de importante: el capitalismo que funciona debe tener rostro humano, reglas justas y responsabilidad social. De lo contrario, termina autodestruyéndose.
Y es ahí donde la realidad dominicana obliga a hablar con franqueza.
Basta observar cómo se manejan los grandes casos judiciales para notar una diferencia que ya no admite maquillaje: la justicia no trata igual a los poderosos que a los débiles. Los primeros negocian, pactan, dilatan procesos y preservan patrimonio; los segundos reciben todo el peso del sistema. Esa asimetría, que ya resulta indignante en los tribunales, se vuelve sencillamente inaceptable cuando se traslada al terreno tributario.
En República Dominicana, quienes menos tienen sostienen una parte desproporcionada del Estado a través de impuestos al consumo, mientras quienes concentran la riqueza disfrutan de un sistema diseñado para no incomodarlos. No se trata de ideología. Se trata de números, de evidencia y de sentido común.
La presión tributaria ronda el 14 % del PIB, una de las más bajas de América Latina. Más del 60 % de la recaudación proviene de impuestos indirectos como el ITBIS, que paga igual el pobre y el millonario cuando compra alimentos o medicinas. Mientras tanto, no existe un impuesto real a la riqueza, los grandes patrimonios gozan de exenciones, incentivos y una arquitectura fiscal hecha a su medida.
Esto no es capitalismo sano. Es capitalismo de privilegios.
Hay ejemplos cotidianos que explican mejor que cualquier teoría esta distorsión. El pago del marbete vehicular es uno de ellos. Resulta difícil de justificar que una persona que tiene en su casa Ferraris, Lamborghinis o Range Rover del año pague exactamente lo mismo por marbete que un ciudadano que apenas puede sostener un Kia, un Toyota o un Honda para ir a trabajar. No es castigo al éxito: es equidad básica. El resultado es evidente: el Estado deja de recaudar millones y privilegia a quienes más tienen.
Lo mismo ocurre con la ley de residuos sólidos. ¿Cómo se explica que empresas que facturan más de 100 millones de pesos al año paguen lo mismo que aquellas que facturan entre 50 y 100 millones, incluso cuando algunas alcanzan 2,000 millones en ingresos y generan volúmenes de residuos muy superiores? Ese tope no es neutral. Es una distorsión deliberada que vuelve a favorecer al grande y castigar proporcionalmente al mediano.
Pero nada de esto sería posible sin un componente central que rara vez se señala con la fuerza necesaria: la irresponsabilidad política.
Durante años, gran parte de la clase política dominicana ha decidido mirar a los grandes capitales no como actores económicos que deben cumplir reglas, sino como jefes a los que hay que complacer. Frente a ellos, el poder político actúa con sumisión, prudencia extrema y complacencia. Frente a la clase media y los sectores populares, en cambio, aplica el látigo de la obligatoriedad, la fiscalización rígida y la narrativa del “sacrificio necesario”.
Ese doble estándar es corrosivo. Se tolera evasión, elusión y privilegios arriba, mientras abajo se exige cumplimiento estricto, aunque eso asfixie a quienes apenas sobreviven. Y luego, con total desparpajo, se pretende hablar de reformas fiscales que vuelven a caer sobre los mismos de siempre.
Peor aún: todo esto ocurre en un contexto donde miles de millones de pesos se pierden cada año en corrupción, en ineficiencia y en programas de ayudas sociales parasitarias, mal diseñadas, sin evaluación de impacto ni retorno real para la sociedad. Recursos que no generan movilidad social, no fortalecen capacidades productivas y solo alimentan clientelismo y dependencia.
Y aun así, la solución que se pone sobre la mesa casi siempre es la misma: más impuestos al consumo, más presión sobre la clase media, más carga para los que no pueden evadir. Nunca una revisión seria de privilegios, nunca un combate frontal a la corrupción, nunca una exigencia proporcional a quienes más se han beneficiado del modelo.
Aquí está el punto central: esto no va de promover caos ni de enfrentar clases sociales. Va exactamente de lo contrario. Va de evitarlo.
Porque cuando la desigualdad se acumula, cuando la injusticia se normaliza y cuando el poder político pierde autoridad moral por su subordinación a los intereses más poderosos, el país se encamina a un atolladero peligroso. Y cuando llegan los estallidos sociales, no distinguen entre ricos y pobres. Pierden todos.
El capitalismo que genera estabilidad, crecimiento y paz social es aquel donde quien más se beneficia del sistema, más contribuye a sostenerlo. Donde la riqueza no es castigada, pero tampoco es intocable. Donde la ley no se arrodilla ante el poder económico ni castiga solo a los de abajo.
Si la plutocracia dominicana no comprende esto, y si la clase política continúa actuando sin carácter, sin visión y sin responsabilidad histórica, el país pagará un precio alto. No por ideología, sino por ambición desmedida arriba y cobardía institucional abajo.
Ese es el verdadero debate que República Dominicana sigue postergando.






